jueves, 25 de agosto de 2011

Abriéndose paso entre guerreros y caballos, balas y espadas, banderas y cañones. Veloz como un corcel. Fuerte como un toro. Ágil como una gacela. Rudo como un oso. Fiel a su patria, fiel a sus creencias, fiel a su corazón. Avanza...

No se detiene ante nada. Arranca, corta, mutila. No deja que nada se interponga en su camino. Le es difícil distinguir entre aliados y enemigos, pues el sol le ciega. Llueven gotas negras, grandes y mortales. Caen a su alrededor destrozando todo lo que encuentran. Pero él las esquiva una tras otra, se agacha, corre, salta. Avanza...

Por la espalda, perla plateada atraviesa su hombro para escapar por su pecho. Tarda en darse cuenta, pero al final, cae arrodillado. Por suerte cuenta con su pistola, aquella vieja pero efectiva pistola. Se gira, y de un disparo certero acaba con su agresor. Justo en la cabeza, nunca deja supervivientes, le parece demasiado cruel. Se levanta, ve como la sangre fluye por su herida. Aún así, corre de nuevo. Avanza...

El olor de la sangre llena todo el campo de batalla. Los cuerpos se amontonan. Los gritos de dolor le ensordecen, por lo que no puede escuchar. El único sentido con el que puede contar, es su intuición. De repente, ve como están apunto de acabar con uno de sus compañeros. Dobla su velocidad, saca la pistola. Pero no tiene tiempo para apuntar. Se abalanza contra su enemigo como si de un león se tratase, y una vez en el suelo, a quemarropa, disparo certero, como siempre. Dirige su mirada hacia su compañero. Todavía no ha entrado en razón. Él en cambio no tiene tiempo para reflexionar. Advierte que era su último disparo y abandona su pistola. Avanza...

Por el Este, a toque de retirada se acercan decenas de hombres, todos aliados. Les siguen una campaña de jinetes enemigos, masacrándolo todo. Pero a él no le enseñaron a retirarse. Es una pena, si así fuera, hubiera vivido mucho más. A su lado, un mástil y bandera, ondeando al viento. Piensa su próximo movimiento y seguidamente coloca el mástil en el suelo. Lo entierra bien hondo y lo apoya en el suelo. Espera a que se acerque uno de los jinetes. Cuando la distancia es perfecta, levanta el mástil, clavándose este en el pecho del caballo, frenándole en seco. El jinete cae al suelo. Seguidamente se levanta y sin ni siquiera darse cuenta, su cabeza se desprende del cuello y cae al suelo. Detrás del jinete decapitado está él. Con su espada desenvainada y ahora manchada de sangre. Aquella magnífica espada mandada a forjar por doncella tiempo atrás. Nunca deja supervivientes. Un poco más cansado, avanza...

Llega a la colina, y con él, cientos de sus compañeros. La mayoría de ellos le creen malherido, puesto que está bañado en sangre. Los que le conocen saben que esa sangre no es suya, sino de sus víctimas. A sus espaldas, se escuchan decenas de truenos ensordecedores. Son los cañones de apoyo, que más tarde de lo esperado se unen a la batalla, para decidir así el resultado. Pero a él no le basta con la victoria. Corre detrás de sus enemigos espada en mano. Les alcanza, les apuñala, avanza...

Cuando está ya saciada su sed de sangre, detiene su carrera. Respira hondo, muy hondo. Y entonces... se desploma. Cae en la llanura. Contempla el cielo. Todos a su alrededor se reúnen y le vitorean, pues es claro vencedor de esa batalla. Entonces uno de los allí reunidos, lejos de él, aclama:


-Sus enemigos sucumben ante su espada, y nosotros sus compañeros, sucumbimos ante su valeroso corazón.

A lo que su fiel amigo le responde:

-Te equivocas, él ya no tiene corazón. Se lo robó una dulce doncella, hace ya muchos años. Esta doncella murió en manos de los mismos bárbaros que acabamos de masacrar. Desde entonces... él acude a todos los campos de batalla. Allí se cobra todas las almas que pueda, como venganza. Y también busca la muerte, busca a aquel enemigo que sea capaz de quitarle la vida, para regalarle una nueva vida junto a ella. Así que no temáis compañeros. Él ríe ante la muerte, y nosotros con él.