Sé que no soy la persona más desgraciada del mundo, se que
no soy ningún ejemplo de superación, sé que hay miles de personas con más
problemas que yo. Y por saber todo esto no suelo permitirme pensar en mi como
alguien que merece compasión. Odio la idea de que un día alguien me
diga que lo mío no se llaman problemas, que soy un egoísta y un desconsiderado,
y por eso intento pensar que todo va bien, que no debo quejarme. Pero si se me
permitiera un segundo de autocompasión diría que por mucho que tenga un techo
donde vivir y ciertas comodidades y mis problemas sean minúsculos comparados
con los de algunas personas, a veces las barreras y el sufrimiento no vienen
del dinero, ni de las desgracias que ocurren de repente, sino que vienen de uno
mismo. De qué me sirve tener un colchón donde dormir si no puedo hacerlo porque
mi cabeza no para de recordar malos momentos e imaginar que vendrán aún peores.
De qué me sirven todas las comodidades si no puedo disfrutarlas, si no disfruto
de la vida. Os puedo asegurar que la felicidad no viene del dinero, os puedo
asegurar que hay niños sin casa y sin comida que son mucho más felices que yo,
y esto puede parecer egoísta pero yo no he pedido ser así, yo no he pedido esta
extrema capacidad para el pesimismo y la tristeza. Concluyo diciendo que no
puedes juzgar si alguien es feliz o no por las cosas que posee, las facilidades o habilidades que tenga, pues la felicidad de una persona reside en su cabeza,
en su interior y en lo que cada uno vemos en un simple vaso... medio lleno o
medio vacío.